En las inmensas planicies africanas, mirar y con dicha mirada alcanzar más de lo que se podía, era en tiempos de antaño un asunto de crucial importancia para los seres humanos. Aquel que controlaba la visión a su alrededor desde la cima de una montaña o una loma, era verdaderamente un privilegiado. Entre más alto se estuviera para mirar en la distancia, mayor era el camino que se podía abarcar. Así también se era capaz de ver el destino de hombres y mujeres.
Sobre la base esta y otras creencias, los pueblos yorubas incorporaron a su interpretación de la realidad desde una visión animista de la naturaleza y sus fenómenos. De esta forma, llamaron a las fuerzas de las entrañas de la tierra Aggayú y trasladaron dicho nombre al resto de los eventos asociados a volcanes, lava, magma líquido, ceniza volcánica, entre otros.
Para los yorubas, Aggayú pasó a ser el orisha de la esencia del fuego que brota del centro de la tierra, la fuerza interna que la hace girar y mantiene al universo. Él podía dar vida y a la vez destrucción. Era capaz de ver en la distancia y abarcar con ella toda la tierra.
Entre las cosas que se le deben a Aggayú se encuentran la mayoría de las rocas, la corteza de la tierra y las piedras. Esta noción surge de la idea de que en los inicios de la formación del planeta, este se hallaba cubierto de un gran océano de roca fundida y muchas regiones con volcanes.